lunes, 30 de septiembre de 2013

Escoge tu bandera

Merçi, Monsieur Messe.
"La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas. Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de Jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia." http://es.wikiquote.org/wiki/Douglas_Adams
Ah, la adolescencia. Es una época en la que todo cambia de manera gradual e inesperada, como quien encuentra de repente una grúa de construcción en un sitio que se pasa de largo. Nadie vio de dónde salió esa grúa, pero armarla tomó tiempo. Sin embargo, es como si hubiera aparecido -puff- detrás de la tela negra de un mago.
Entonces, nadie sabe cómo pasó, pero está ahí.
El cuerpo de uno cambia, y la cabeza se la empiezan a llenar con cosas cada vez más abstractas, como la atracción sexual, que uno aprende a manejar por ósmosis.
Algo en el cerebro adolescente se despierta y empieza a trabajar en dos caminos: afirmar su identidad en una tormenta de cambios; y pavonearse para dejar una huella en el mundo donde afirmarse como humano y atraer a alguien para, em... afirmarse mutuamente.
En esa época uno suele vivir rodeado de instrumentos de escritura y superficies. Así uno va dejando sloganes, firmas y demás garabatos que sirven al propósito, largamente unilateral, de hacer saber al mundo que uno estuvo aquí. Vándalos.
También en esos tiempos uno puede formar parte de una tribu o imaginársela, como la República de los Panas o la ciudad-estado de Uno Mismo. Y una vez encontrada una tribu, con orgullo ondeamos los pendones e insignias como cadetes en un desfile. Y un desfile militar es un gran espectáculo que plantea tres opciones: admírame, únete a mí, o desafíame. Pavoneo.
Mi República Independiente (y cuidado con los nombres de las repúblicas, como la RDA o DPRK) tuvo un órgano informativo (imaginario), y un himno nacional titulado "Englishman in New York" ( outsider en todo, forastero para todo), regalo de mi hermana y obra de Sting, a falta de Salas y Landaeta.

De hecho, aún mantengo la práctica del Himno Personal, que se ha vuelto una lista que incluye "Swords" de Leftfield, "Autumn Tactics" de Chicane, "Left to my own devices" de Pet Shop Boys, y "Busy Child" de The Crystal Method.
(Años después, le regalaría a mi hermana "Faraway So Close" de U2, no para himno, sino para condolerme.)
En algún momento de esa adolescencia uniformada y estudiantil, en algún momento empecé a diseñar una bandera que recogiera las obsesiones geográficas del momento, las cuales no se diluyen: Brasil, Japón, y mi tierra Venezuela. La bandera de Bahamas le prestó infraestructura.  Intenté hacerla en el Paint de un amigo y quedó horrible. Quizás con un poco más de tiempo, herramientas y conocimientos quedaría mejor. Pero era mi bandera. Amarillo, azul y rojo, siete estrellas, el sol naciente  cruzado por una banda de Orden y Progreso (ahora sería Aretê) y un triángulo donde se asoma una esquina de verdeamarelho. Algún día lo intentaré de nuevo y si queda bien la haré bordar. Pero ahora mi bandera ya existe, y es una toalla de Buster Bunny, comprada en una playa de mi tierra tan querida, a la orilla de la carretera.
Esa toalla se convirtió en mi bandera así como el rifle AK-47 se hizo parte del escudo de Mozambique.
Escapaba de una relación que, en su descenso de amor a desprecio (a lo 20-Year Death), me había separado de familia, casa, país y estudios. Como la frase aquella, si tu novia perjudica tus estudios, deja los estudios y deja que ella te perjudique, o algo así.
Compartíamos una habitación que ella alquiló en una casa a pocos kilómetros de casa de mi madre. Hacíamos todo juntos ella y yo: ir a la universidad, sufrir el tráfico, clases de Francés en la Alianza, y cine después. Estábamos enganchados como placas tectónicas.
Estábamos mal de dinero. Cualquier venezolano puede contar la odisea que es relocalizarse en otro país: vender las propiedades y traerse lo poco que queda, sobre todo cambiar de bolívares a dólares. Añadiendo a eso la culpabilidad de desperdiciar dinero en una casa que nunca se llegaría a comprar. Castillos en el aire, con pisos de mosaico de sueños rotos.
Debo admitir algo: fui malo y cobarde. En una de nuestras peleas, yo reclamaba que esta relación me estaba separando de mi familia, que era lo único que tenía en este país. Fui a visitar a mi madre, que estaba muy mal. No quise verla sufrir más. También veía consternados a mi hermana y sobrinos. Si la estuviese pasando bien, les hubiese contado cuán feliz estaba. Mejor aún, lo hubieran visto en mis ojos. Pero al contrario, estaba en algo más parecido a la Pasión de Cristo que a Encuentro Apasionado. Si hubiera estado bien, me habrían dejado tranquilo. Pero estaba mal.
Fui malo y cobarde: planifiqué irme. Tomaría mis ropas y mas metería en dos bolsas de basura que saqué de mi casa, y caminaría de vuelta a la familia. Pero ella tenía que estar lejos de la habitación. Así de cobarde.
Fue un sábado. Los dueños de la casa donde alquilábamos habían organizado un gran almuerzo familiar. Ella había salido, no sé cómo ni sé con qué pretexto. (Probablemente para no quedarse sola en casa ajena.) A la ciudad. A caminar la Cinta Costera y calmarse.
Empaqué mi ropa, que era lo único que tenía, en la bolsa blanca de la libertad. Atravesé el comedor, donde estaban todos, y sin decir palabra salí de la casa. Era un hombre determinado, alimentado por la evasión, acelerado por el miedo. Ah, y dejé una nota.

Fuera, ya estoy afuera...
Caminando por la calzada, a cuadra y media del epicentro del terremoto que se aproximaba, la bolsa se rompió. Toda la ropa que tenía se regó por el asfalto. Parecía un buhonero novato en el lugar equivocado.
Se me jodió el mundo. En cualquier momento ella vendría a exigirme una explicación, o un carro destrozaría mi ropa.
Desenvolví la toalla, puse toda mi ropa ahí, le amarré las esquinas a punto de explosión, y decidí parar el primer taxi que me llevara, porque no quería repetir el episodio de la ropa y el suelo en una calle más concurrida.
La conversación del taxista, que era más un monólogo en el que entré accidentalmente, me distrajo y con eso me tranquilicé. Buen hombre.
Llegué a casa. La toalla que compré a un lado del camino en alguna playa de Venezuela, y mi única fuente de absorción en ese extraño exilio en el exilio, llegó entera a la casa, y de no ser por dicha toalla, no sé cómo hubiera salido de ésa.
Por eso esa toalla es un símbolo patrio de la República Independiente de Alfonso: un instrumento de la libertad. Parece algo salido de la Guía del Viajero Intergaláctico.



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